Avui inaugurem una secció nova i efímera, una mena d’homenatge a un dels projectes editorials més interessants on he tingut l’oportunitat de col·laborar, la revista Lars, Cultura y Ciudad, una edició feta a València d’àmbit estatal i internacional, promoguda per l’arquitecte José María Tomás, dirigida per Joan Dolç amb l’assessorament de Carlos Pérez i la coordinació d’Eva Ferraz, amb un significatiu grapat de signatures valencianes i d’arreu de l’Estat: Álvaro de los Ángeles, Adolf Beltran, Xavier Rubert de Ventós, Joël Mestre, Carlos Garcia-Alix, Joaquín Ferrandis, Anatxu Zabalbeascoa, Mercè Ibarz o Juli Capella, entre d’altres.

La publicació, de caire trimestral, partia de l’arquitectura per desbudellar unes altres qüestions relacionades amb la cultura. I desaparegué, esperem que temporalment, fruit de la crisi, com moltes altres coses interessants. Nosaltres anem a recuperar algunes de les entrevistes i reportatges que realitzàrem per aquella publicació i començarem per una entrevista a Sigfrido Martín Begué, arquitecte i artista plàstic conegut per haver estat un dels referents en el camp de les arts de la Movida madrilenya. Amb ell parlàrem, uns pocs anys abans de la seua mort, el gener de 2011, sobre el seu vessant d’escenògraf per a espectacles d’òpera. I també sobre la vida. El text és llarg però trobe que interessant. Servisca també com a homenatge pòstum i una mica retardat.

Las escenografías perdurables de Sigfrido Martín Begué

Sigfrido Martín Begué (Madrid, 1959), arquitecto, pintor, diseñador y escenógrafo, es en sí mismo una intersección de referencias cruzadas, un artista multifacético que eludió volcar su talento en la arquitectura constructiva para derramarlo en multitud de disciplinas en las que, a veces sin perseguirlo, ha alcanzado el privilegio de la perdurabilidad. Es el caso de las escenografías diseñadas para el Maggio Musicale Fiorentino del 91 al 93, las dos versiones de la ópera El Barbero de Sevilla y el ballet Coppélia y que, aún hoy, continúan reponiéndose con una tenacidad a salvo del tiempo.

Casi antes de acabar su licenciatura, en 1985, Sigfrido Martín Begué decidió que lo suyo no sería levantar edificios emblemáticos o tejer puentes imposibles. Más bien, intuía que se dedicaría a la “arquitectura efímera”, como él mismo la define. Una utilización del término que él mismo matiza: “En realidad, todo es efímero, incluso en arquitectura, y con la fauna de alcaldes que pueblan este país, aún más”. Sea como fuere, sus pulsiones artísticas se han encaminado a la creación a través de la pintura, el diseño o la escenografía de pequeños universos arquitectónicos, de espacios cerrados, objetos y lienzos en los que revolotean como mariposas las referencias dispersas y variadas que maneja. En sus cuadros o en sus escenografías, incluso en sus diseños de objetos, se aparecen los fantasmas dadaístas de Marcel Duchamp y el resto de referencias vanguardistas, caso del surrealismo o el pop-art. Pero su obra también bebe de otros mundos: el teatro del absurdo, el expresionismo cinematográfico, entre otras formas de ver el cine, o los maestros del cómic de todas las épocas, desde el Tin Tin de Hergé, del cual diseñó una exposición, a los héroes superlativos de la Marvel, pasando por la escuela valenciana, creadora de personajes como Pumby, de José Sanchis, presentes en la educación sentimental de varias generaciones. “Tengo influencias de todo el cómic, pero del manga, no. Quizá del primer manga de Hokusai”, acota, en referencia al género importado desde Japón, como si se sintiera la necesidad de desmarcarse de una de aquellas modas o corrientes creativas que acaban desvirtuando el objeto original.

Coppélia.-Telón-de-boca.-1992-(RED).

La obra de Sigfrido Martín Begué está cruzada además de un sentido del humor oscilante entre la ironía inteligente, inescrutable para miradas yermas, y lo directamente castizo o popular. Y está presente en todas sus creaciones. Con este cóctel, ejecutado con brillantez y una enorme capacidad de atrapar las miradas, no es extraño que sus incursiones en los escenarios teatrales causaran impacto desde el principio. Es el caso de la colaboración en la escenografía y vestuario de La vida es sueño (1982), de José Luis Gómez, en la que Martín Begué colaboró con Eduardo Arroyo para proporcionar un drama de Calderón pasado por la batidora del absurdo begueniano. Tiempo después, en 1993, diseñaría las diez macro-esculturas de Los divinos, escenificado en la Plaza Mayor de Madrid, y que representaba a iconos escogidos de la cultura española: Vicente Escudero, El Cid, Andrés Segovia, Velázquez, Don Quijote, Don Juan, Goya, Federico García Lorca, Picasso, Manuel de Falla y Sancho Panza.

Un poco antes, en 1991, y requerido por el Maggio Musicale Fiorentino, Martín Begué había diseñado la escenografía del ballet Coppélia, coreografiada por el desaparecido Evgheni Polyakov. El montaje tuvo la virtualidad de recuperar el cuento original de Hoffman, El hombre de la arena, adoptando una apariencia futurista y maquinal, entre lo infantil, por lo colorista, y lo perturbador, con bailarines y autómatas compartiendo el mismo espacio. El ballet, luego de Italia, se ha visto en ciudades como Madrid y Burdeos. En su última reposición, el pasado año, en Florencia, los cambios fueron en la dirección de recuperar el espíritu de Hoffman, la parte perversa y adulta oculta bajo el almíbar. “El ballet era un poco ñoño y lo que pretendíamos era hacer una versión más siniestra”, explica. De hecho, sus diseños escenográficos, lejos de caer en lo autocontemplativo, mutan, se alteran en cada reposición. Incluso llega a hacer versiones paralelas, “montajes prácticamente nuevos. Casi como pintar versiones de tus propios cuadros”, aclara. “Me gusta cambiar cosas y me gusta controlar aspectos mejorables, como por ejemplo el de la iluminación. También hay traslados de escenario que provocan cambios. Al principio, Coppélia se representaba en un teatro de dimensiones medias, pero luego pasó al Gran Teatro de la Ópera. Hubo que hacer más trajes y adaptarse al nuevo espacio escénico”. Martín Begué describe el montaje diseñado para el Gran Teatro de Burdeos “como más futurista aún, con máquinas absurdas, a lo Duchamp, y aparatos propios del Doctor Frankenstein. A mí estas cosas de la física recreativa me gustan mucho”. En la esta ciudad, además, el artista determinó una escenografía con el color verde como dominante, una tonalidad que simboliza la mala suerte en los escenarios franceses. “Era una cosa como de fuegos fatuos”, recuerda de su desafío a las irracionales supersticiones teatrales que, como en otras cosas, van por barrios. “En Italia no puedes poner nada violeta y aquí está la estupidez del amarillo, por aquello de la muerte de Molière vestido de ese color. Pero es mentira. En Francia, personas vinculadas a la Comédie-Française me aseguran que el batín era verde”, dice con un punto entre la humorada y la indignación por lo absurdo de determinadas limitaciones cromáticas a la hora de abordar una escenografía. Al menos para un artista cuya concepción del arte le pide una paleta ilimitada.

Pero su reto más complejo fue, probablemente, el diseño en 1994 de las escenografías de dos versiones del Barbero de Sevilla, las de los compositores Paisello, estrenada en 1782, y Rossini, de 1812, en colaboración, respectivamente, con los directores de escena Ugo Gregoretti, italiano, y el madrileño José Carlos Plaza. Dos montajes diferentes para dos visiones diferentes. “El primero, el del Paisello, incidía en una Sevilla patafísica, casi de Lewis Carroll. La de Rossini era más la Sevilla inventada por Hollywood, una recreación de España en technicolor, la misma técnica de filmación que algunos sostenían que podía causar daños en la retina”, explica, sin abandonar la clave irónica. Ambas fueron representadas alternativamente en el Teatro Comunale de Florencia, pero su vida está siendo bastante más prolongada: el año pasado Martín Begué trabajó en la cuarta reposición italiana del Barbero de Sevilla, un montaje que también fue llevado recientemente al Teatro de la Ópera Wielki de Varsovia combinado con un ballet. En un mundo cambiante, también en el terreno del arte, en el que las creaciones con polvo en las espaldas aparecen como anquilosadas, los montajes de Martín Begué siguen vigente para los programadores y espectadores. En el caso de la ópera de Rossini, quizá por esa “improvisación” de la Sevilla del XIX, reciclada a través de la mente del escenógrafo en un universo tangible para el ideario colectivo pese a las alteraciones. “Tiene un poco de teatro del absurdo, pero también hay una parte futurista, también picasiana, con esas faldas flamencas futuristas. Es una mezcla extraña de cosas”. Entre ese mestizaje deliberado, destaca la exhibición de la Giralda a modo de proto-rascacielos, “una imagen divertida que pretendía ser una especie de proyección los rascacielos de Nueva York”, aclara. “Uno mete las cosas que en el fondo le gustan y por eso sale un potaje extraño. Pero funciona. Eso es así”, afirma el artista, como delimitando el territorio. “Yo tuvo mucha suerte en Florencia”, confiesa, “porque no hay muchas oportunidades de intervenir en montajes de esta entidad. Los teatros están bajo mínimos y el mundo berlusconiano”, en referencia a los períodos de gobierno de Silvio Berlusconi, “está acabando con lo único que todavía funcionaba bien en Italia”. En sus palabras hay un deje de melancolía, quizá por las dificultades de trasladar a un escenario una concepción creativa como la suya que, a veces, puede chocar con las intenciones del director de escena. “El único que ha logrado una perfecta fusión con el director de escena es Eduardo Arroyo”, señala, y advierte que “tan peligroso puede ser un pintor haciendo de escenógrafo, como un director de escena”. “En el teatro la cosa es muy compleja”, añade, “nadie está en su sitio y hay un exceso de directores de escena haciendo de escenógrafos y de escenógrafos poniéndose a dirigir. De hecho, cuando estás muy a fondo en el diseño estás dirigiendo, porque marcas hasta las trovatas, los hallazgos escénicos. Incluso te estás adelantando. El diseño de una escenografía puede llevar casi un año, pero cuando empieza a desarrollarse la obra el director de escena aparece en el último mes. En el fondo, estás marcando el terreno”

IL-BAR.-PAISIELLO.-Lo-Svegliato-(G.-Gatti),-Don-Bartolo-(B.-de-Simone),-Il-Giovinetto-(P.-Lefevre)

A pesar de todo, Sigfrido Martín Begué asegura no haber tenido choques creativos con los equipos humanos de sus óperas y ballets. “Jamás he tenido el menor problema. Aunque plantees cosas estrambóticas, si los bailarines o los cantantes entienden la historia y por dónde va todo, lo hacen encantados. Pero a veces puede pasar que no vean las intenciones o que disientan. Los problemas vienen cuando los actores, los cantantes o los bailarines no ven qué sentido tienen los diseños escenográficos. Y a veces tienen razón, porque se ve cada cosa…”. Poco a poco, se ha operado un cambio de plano en la conversación: Martín Begué se desprende de su traje de escenógrafo y adopta la visión de espectador para criticar determinados montajes operísticos en los que se adopta un cambio de época a la hora de plantear la escenografía. “Es muy discutible y más si se hace para tratar de acercar la obra al espectador. También es cierto en que hay veces en que se opera un cambio de época y sale bien, siempre y cuando se aproveche la intención de la obra”. Martín Begué cita algún ejemplo concreto: la representación de Idomeneo, de Mozart, con el suizo Luc Blondie como director de escena. “Fue vergonzoso, con el escenario lleno de papeles de periódico y todos los actores vestidos de pobres. Me remitió a la frase de Rafaela Aparicio: cuando no estoy en portería se le llena la casa de pobres”, apostilla, con sorna. “Para hacer ese tipo de cosas es mejor y mucho más divertido hacer una no-época”, comenta, pero agrega a continuación que también “he visto montajes actualizados maravillosos”, y cita la ópera El caso Makropoulos, de Leos Janácek, exhibida este año en el Teatro Real de Madrid bajo la dirección de Krzysztof Warlikowski. “Está todo tan bien hilado en ella que todo funciona”, resume. En este maremagno, entre la modernidad y la provocación, la necesidad de cocinar lo ya existente, Martín Begué celebra que sus escenografías sigan vivas. “Este año pasado repusieron todas mis escenografías, cuatro montajes en total, y lo que más me gusta de todo es que están vigentes”, dice. Tanto, que no duda en identificar “algún refrito” de escenografías suyas en montajes operísticos recientes, pero omite las concreciones

Pese a sus devaneos con disciplinas supuestamente alejadas de su formación como arquitecto, Sigfrido Martín Begué no ha dejado nunca de estar vinculado a la arquitectura. De 1998 data su “belén de los arquitectos”, como él mismo lo definió, una reinterpretación de edificios emblemáticos de Gehry, Moneo, Rossi, De la Sota, Navarro Baldeweg o Aalto, entre otros, una instalación que expuso en el Paseo de la Castellana y para la que contó, al igual que en Los Divinos, con la colaboración del artista fallero Manolo Martín, una conexión con la fiesta popular valenciana que tiene su miga. Pero también ha diseñado o comisariado exposiciones dedicadas a arquitectos emblemáticos, como Oskar Schelemmer o Le Corbusier, ambas en el Reina Sofía. “He procurado meterme en las exposiciones de cosas que me gustaban y estos arquitectos que citas que han influenciado muchísimo. Lo pasas muy bien con eso, pero cuando acabas estás tan saturado que quieres pasar página. En todo caso, para mí han sido personajes claves”, explica, y argumenta que, en todo caso, la formación arquitectónica ha sido clave para toda una generación. “La arquitectura sirve un poco para todo y no sirve para nada. Yo doy clases y creo que como arquitectos hemos tenido una gran formación en el tema del dibujo que ahora se está perdiendo en las escuelas de bellas artes. Hay una falta de rigor generalizada. Por el contrario, muchos de los pintores de mi generación somos arquitectos y eso se nota en el dominio figurativo. Se trata de una formación que imprime carácter”, rememora. Y añade: “Lo que no he hecho es arquitectura constructiva. Todas las arquitecturas que he hecho eran efímeras”. A veces extremadamente efímeras, como el diseño del monumento de 2001 de la falla Na Jordana, un gigantesco y alegórico Pinocho que, obviamente, cumplió su función primigenia de ser pasto de las llamas. “A veces la memoria es buena y tengo a gala que en Valencia todavía se recuerda ese monumento. De hecho, se trata de la última gran falla hecha de madera. Si algo es bueno, la memoria lo mejora”, sentencia. La relación con la Comunidad Valenciana y su fiesta grande también perdura y Martín Begué será el encargado de diseñar el logotipo del 125 aniversario de la emblemática comisión de Na Jornada, en la que colaboró con el desaparecido Manolo Martín.

pintor_Sigfrido_Martin_Vege_foto_archivo“No para de morirse gente que conocía”, dice, como constatando un hecho incómodo pero inevitable. Está Manolo Martín, fallecido en 2005. Pero también Quico Rivas, con el que preparaba una exposición para el Museo Reina Sofía sobre figuración, Los Fantasmas de Madrid. O Clara Sánchez y Carlos Berlanga, sus amigos de la Movida Madrileña, de la que fue miembro de pleno derecho, como referente artístico, y de la que no tiene ninguna intención de renegar. “Es que es lo que viví yo, es mi época y, desde luego, lo pasé muy bien. Siento ahora haber disfrutado mucho, pero es que la memoria mejora las cosas. Fue tremendo. La parte más triste es la desaparición de gente”, comenta, pero agrega a continuación que “hasta en los mundos perfectos aparece la muerte”. Hace una pausa y sentencia, sin imposturas, como alejando a viejos espectros o, mejor, vistiéndolos de coloristas figurantes de una de sus escenografías: “La nostalgia me gusta con limitación, porque si se abusa de ella puede llevar a casos extremos como el nacionalismo. Como estupefaciente que es, yo recomiendo un uso moderado de la nostalgia”.

(Publicat a la revista Lars, arte y ciudad, nº 13, 2008)

2 Comentaris

  1. Un gran artista, sí senyor. Es parla molt de la movida musical, però se sol ometre la movida plàstica dels Ceesepe, Ouka Leele, El Hortelano, Alberto García-Alix i el mateix Sigfrido Martín Begué, entre d’altres. Una magnífica entrada que ens torna a recordar la figura del malaurat artista, faltat a principis d’any.

  2. Gràcies, Ximo, trobe que és un personatge molt interessant, tot i que el post no ha despertat passions precisament.